El bienestar social está condicionado por el género. La pobreza y la exclusión social tienen un impacto diferencial en mujeres y en hombres. Las mujeres son más pobres y de forma más severa debido a condiciones de mayor vulnerabilidad social que tienen que ver con la insuficiencia de sus recursos materiales (ingresos), simbólicos (estatus social) y relacionales (redes de apoyo). A este empobrecimiento de las mujeres se le denomina feminización de la pobreza.
La feminización de la pobreza está directamente relacionada con la dependencia socioeconómica de las mujeres por su ausencia y su precariedad en el mercado de trabajo (inferior salario, contratos temporales y a jornada parcial, dificultades de estabilidad y promoción) o el abandono laboral en algún momento de sus vidas, lo que aboca, necesariamente, a una merma de las prestaciones económicas contributivas y no contributivas, así como de las oportunidades sociales. Estas circunstancias configuran un perfil de peores condiciones económicas y de vida para las mujeres que para los hombres, a lo largo de una vida más larga con ingresos inferiores; por ocuparse en mayor medida de las tareas domésticas y las responsabilidades del cuidado de las personas en la familia; por constituir la mayoría de los hogares monoparentales y unipersonales, sobre todo entre personas de mayor edad; por la ausencia de corresponsabilidad en el cuidado de las y los menores durante la vida productiva; por una vejez en solitario y con pocos recursos.
Estas desigualdades, cuando coexisten con otras causantes de discriminación, generan una exclusión social doble o múltiple; es el caso de las mujeres inmigrantes, de las que tienen algún tipo de discapacidad, de las solas con cargas familiares, de las rurales, de las lesbianas y transexuales, etc.