En el sistema de protección, la adopción es una medida de amparo permanente a través de la cual un o una menor se integra plenamente en la vida de otras personas. A tal efecto, la adopción rompe los vínculos jurídicos entre el o la menor y su familia biológica, y los crea entre aquél y la famiia adoptiva. Pero ésta es sólo la definición jurídica de la adopción. La adopción, como medida de amparo de un menor o una menor, es mucho más.
Partiendo del principio inspirador del interés superior del niño o la niña, y del respeto a sus derechos fundamentales, la adopción pretende ofrecer a un niño o a una niña en situación de desamparo una familia que pueda y sepa cubrir sus necesidades físicas, emocionales o de cualquier otro tipo. No es, pues, una forma de satisfacer los deseos y las expectativas de las personas adultas, por mucho que dichos deseos y expectativas sean legítimos.
Dicho de otra forma, las personas adultas no tienen derecho a adoptar (no existe ninguna norma jurídica en ese sentido), pero los niños y niñas sí tienen derecho a tener una familia en la que desarrollarse de forma plena (y la legislación en este sentido es muy amplia; tanto la nacional como la internacional).
Es por eso que la adopción exige de la persona adulta un proyecto de vida profundamente meditado y un gran ejercicio de responsabilidad, porque lo que está en juego es el futuro de unos niños y niñas que necesitan un ambiente familiar sano en el que poder desarrollarse como personas sanas. Y exige también de la persona adulta un compromiso firme para estar siempre presente, para amar, contener y apoyar. Porque la adopción en el sistema de protección puede llegar a suponer la última oportunidad que tienen unos niños y niñas a los que sus circunstancias familiares no les han ofrecido, por las razones que sean, una experiencia positiva de vida en familia. A través de ella, el niño o la niña queda integrada definitivamente en una familia alternativa para que pueda vivir la infancia a la que todo niño y niña tiene derecho. Una infancia sin traumas. Una infancia sin heridas graves. Una infancia en la que el niño o la niña pueda crear unos vínculos seguros con las personas adultas que le permitan construir la posibilidad de una vida plena. Una experiencia que ayude al niño o a la niña a confiar en las bondades de las relaciones familiares para superar e integrar las experiencias adversas vividas en el pasado y poder, de esta manera, establecer unos vínculos seguros con las personas adultas de referencia que asuman, desde la responsabilidad y la incondicionalidad, su crianza terapéutica.
Una infancia, en definitiva, que construya futuro.
Aunque la realidad de la adopción no siempre es fácil (no hay dos adopciones iguales), las familias que se ofrecen para la adopción han de ser conscientes de que el niño o la niña que entra en sus vidas lo hace después de vivir situaciones y experiencias que han podido ser difíciles y complicadas, por lo que se merece todo el esfuerzo del que sean capaces para ayudarle a sanar sus heridas desde la constancia, la empatía, el cariño, el apoyo, la incondicionalidad y (la última, pero no menos importante) la contención. Es cierto que para la persona adulta el niño o la niña llega a casa después de un proceso de reflexión, de angustia (en algunos casos), de espera, de formación y de valoración que se puede alargar durante años. Pero ese niño, esa niña, llega a casa después de toda su vida.
Esa nueva oportunidad que se le ofrece arrancará con numerosos y profundos cambios, y el niño o la niña se verá obligada a realizar grandes esfuerzos para adaptarse a ellos. Por su parte, estos cambios no dejan de ser profundos también para las familias, pues obligan a ajustar las dinámicas personales y familiares con la finalidad de dar respuesta de forma positiva a las demandas y necesidades del nuevo miembro de la familia. En ocasiones, la tarea puede volverse ardua, y las dificultades estarán siempre en relación directa con el grado de adaptación mutua. En la adopción internacional, además, debemos prestar atención a las características étnicas, raciales y culturales propias del país de origen del niño o la niña adoptada.
Por último, conviene recordar siempre que adoptar es un verbo que se conjuga en pasado, no en presente. Un niño o niña fue adoptada, no es adoptada. Porque la adopción no es una característica del niño o la niña, como el color de su piel o la calidez de su sonrisa.